Don Canelo






Don Canelo
Joaquín Artime © 2012
Tinta, papel.
7,2 x 5,1 x 0,3 cm.
Don Canelo
1933 – 1966

Jamás nadie supo con exactitud cuál era su nombre de pila. Ya desde muy pequeño todos se dirigieron a él por el apellido de su padre, que escondía una historia vinculada a la patria y el oficio militar.

Cuando llegó como hijo único al seno de una familia que con el tiempo se dibujaría como la más ortodoxa de las cunas falangistas, se convirtió en el segundo hombre de más poder de Alcúzar de Jerez, en la desaparecida Isla de San Borondón. Cada una de las cosas que el niño pedía le eran concedidas, de lo contrario, gritaba y pataleaba hasta que sus órdenes no eran más que satisfechas.

Así consiguió todo lo que se propuso. De modo arbitrario y caprichoso cambiaba los nombres de las calles, el significado de las palabras, las profesiones de las gentes, las vacas. Cualquier mañana uno podía despertarse siendo campesino; a la mañana siguiente, cura; y a la otra, alcalde. Ya entonces demostraba buenas dotes para la estrategia y la manipulación, pues no brindó su puesto a nadie, se había reservado el derecho a ser rey.

Su padre no veía con buenos ojos que el pequeño se autoproclamase heredero del recién nombrado reino de San Borondón, y de una azotaina le quitó parte de la malcriadez y el engreimiento, pero no la invención.

Su infancia la dedicó a levantar suposiciones, disparates que los criados permitían y que en su cabeza se asentaban como verdades absolutas. En realidad, no había pueblo de Alcúzar de Jerez, ni Isla de San Borondón, ni reino, ni calles que llevasen como insignia su temido nombre; sólo existía dentro de sí un vacío negro y profundo que él mismo se afanaba en rellenar con los malnutridos granos de su imaginación.

Poco a poco lo conocieron por sus excentricidades, y como llamaba demasiado la atención, sus padres decidieron ofrecerle una educación estricta sin salir de la finca. Hecho que lo colmó de rumores que aseguraban que estaba loco. “Ha pintado todas las puertas de la casa de color rosa”, “se pone el sombrero para dormir”, “canta canciones que no existen”, “lleva a cabo rituales de ofrenda al demonio”.

Aunque nada en esto había de cierto, el niño creció siendo figura imponente y origen de habladurías. Cuando estaba con su padre, Don Álvaro, los vecinos lo trataban con reverencia y respeto, a sus espaldas lo llamaban el demente del pueblo. Sin amigos, masticando tabaco y leyendo libros al revés, terminó de enajenarse, proclamando mensajes de igualdad y rebelión, cuestionándose todo aquello que le habían enseñado. Y como estaba loco, lo encerraron en su cuarto. Y tan loco estaba que no importó que no quisiese cortarse el pelo, ni que escribiese durante años una biblia sagrada que perdonase todos los pecados civiles de unos padres cegados por el poder y el dinero. Que la leyese en voz alta, detrás de la celosía de su ventana, sólo era una molestia más de todas las que provocaba.

Cuando a los treinta y tres años se escapó de casa, ya nadie lo reconoció, predicando como un mendigo –con ropas de harapiento y voz cascada por la bebida– ilusiones de un futuro mejor, viejas frases prohibidas que sonaban a república y derecho. Cosas que no parecían de loco sino de necio. Por eso, acabaron dándole una paliza que lo llevó directo al hospital. Allí sus padres lo encontraron sin dificultad alguna. Angustiados por el error de haber dejado volar su mente, asearon al hijo, le devolvieron un aspecto digno, decoroso, apropiado para el entierro.

Desde entonces, es un fantasma que vaga por las calles buscando el antiguo olor de su tabaco, gritando cosas de loco, cosas que aún hoy no encuentran lugar.

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