Infancia, del latín, "In-falere": el que no habla, por Noemi Feo

Cuando los años del artconceptualcentrismo invaden nuestros refugios expositivos, y la distancia con la sociedad es el estrepitoso detonar de la desvinculación entre el artista/obra, elpúblico/contemplador y el crítico/mercado, surgen de temps en temps, algunos osados, que creando otros derroteros, ya conocen que el concepto ha existido siempre, que la idea, sin aquello que, promulgo y predico, que es la Esencia, no sería más que un discurrir hacia la vacuidad de la institución Arte.

En Joaquín Artime brota el signo identitario de esa esencia, una marca hendida en su obra, que opera en el dinamismo de su alabada producción, transitando continuamente en el “Yo” artístico, en el “Su” expresivo. Porque es al fin y al cabo, la obra completa de Artime, una posesión que atesora con celo la olvidada artesanalidad. Aquella de la mano y del útil.

Organizada, aférrima, elaborada en un desplazamiento continuo de la propia posibilidad, que él mismo reconoce como infinita, Traumatología infantil, es una trascendente revelación reconciliadora. El enigma de la infancia, la inocencia de lo lúdico y el placer en sí mismo, se entrelazan, se convierten en senderos que guían hacia un status biográfico, individual. Un laberinto de retrospección, del lograr que la mente, domine durante, cierto lapsus de tiempo, un espacio de la memoria. Observo hoy aquello que fue, pero es por ello por lo que sigo siendo y me convierto en lo que existe y es.

Ahora, siendo lo que es, descubre que no hay nada mejor que mirar al ayer y descontextualizar la propia percepción de algo que inmaterial e inmanente, duerme y de vez en cuando, corretea sigilosamente. Traumatología infantil es una radiografía de la infancia, del propio modo de concebir el cambio, la curiosidad de destapar aquellos grandes misterios que hacen despertar. Una deuda que superar.

No solamente hay que captar la magnificencia de un gran formato, de un cromatismo elaborado, conseguido hasta lo táctil, de una composición liberada, respirable, mensurable, pero a la vez descargada de toda aversión o falso relleno. Contemplar con alevosía la espacialidad de los óleos, el detalle ante todo. Figuración plena, rebosante de júbilo, sin apropiaciones indebidas. La figura representada, se encuentra en una marisma de interrogaciones, una historia que relata esa sección obviada de una infancia; la desubicación, el desconocimiento y la entrega a una sociedad adulta que marca el lugar, el papel a escoger y la obligación de conocer a pasos agigantados.

El pequeño aprende ritos y mitos que ha de cumplir si quiere perdurar en el código social. Debe sucumbir al juego de la doble identidad, disfrazado y consciente de su dualidad. El espejo, testigo cruel del cambio, roba una parte de su sensible alma, para iniciar el juego de la apariencia. No hay reflejo directo de su mirada en el espejo, sí de la captación humana. Una parte de su ser, es devorada, siente que existe “otro”, el que deberá completar su visión. Los seres humanos como el resto de las especies, nacemos incompletos y no preparados biológicamente.

Torpeza, caída, gateos, llantos... en definitiva, una falta de control total de nuestras funciones motoras. La naturaleza no quiere que seamos individualistas, por mucho que creamos hacer lo contrario, y es por ello, que surge un periodo sabio y cruel, en el cual, ya el impetuoso descontrolado siente el manejo y supervisión de la mecánica corporal. Queda más, ya entre los 5 y 18 meses, aproximadamente, es consciente, para mayor tortura, de su imagen reflejada. Es lo que Lacan denomina el “Estadio del espejo”.

La nueva criatura, percibía su cuerpo como partes fragmentadas, manos, muslos, pies, un poco de la nariz. Sin embargo, al reconocerse en el espejo, en una fotografía, en otro niño... adquiere la noción de completud de su cuerpo. Qué dificultad desde edades tan tiernas. Ignorarlo radicalmente es una ventaja, porque no cabe duda, que es justamente ahora cuando adopta una nueva identidad, una imagen externa de sí mismo, un Disfraz del Reflejo, en definitiva, un encuentro perturbador.

Desnudo, sentado y observando. No sé donde está, ni dónde querría estar. Robado del tiempo. No es tan fácil ubicarlo. Espacialidad indefinida, arenas, tierra, lodo, mar... El impetuoso joven, observa con altanería su pérdida, apoya su mano en un terreno borroso, iluminado, pero no delimitado. Solamente una compañía, y encima, inútil, vuelta hacia arriba, hundida y escondida. Ya el pequeño tiene bastante con sus heridas. Quiere buscar. Mejor sentarse y esperar a que el tiempo amaine, pero no en la naturaleza sino en el alma inquieta y solitaria, de aquel que no tiene ni la más remota idea del dónde ni el cuándo. Temeroso.

Espejo, espacios desconocidos y ahora, concreción. Mirada del que se reconoce y mirada perdida de la que comienza, delicada, endeble, casi marmórea en su quietud. Manos convertidas en flores cerradas que buscan afianzar el movimiento de su sutil cuerpo. A su lado, mirada ilusionada, casi reflejo de un milagro. El miedo y la sorpresa de estar acompañado, de una nueva muñeca de carne y hueso, que frágil aparenta y fuerte es. Un lienzo de tonalidades neutras, inertes donde el tiempo no vuelve a repetirse.

Todo aquí es lícito, inmensamente valioso. Utilizando los lápices de colores de su infancia, los mismos con los que creaba sus primeros trazos, conocemos a los testigos de batallas entre ríos sublimes, ejércitos de seres temibles y valerosos, que luchaban para no ser atrapados por bolas gigantes de cascabel, que despertaban a monstruos cuyos nombres es mejor no pronunciar. Solamente un niño podía rescatarlos del pasado y conmemorar las amputaciones de sus extremidades, como trofeos de la victoria. Valiéndose del dibujo, símbolo inmortal, atestigua una parte de ese inicio del caminar, observa un ayer que hoy se culmina hacia delante. Regresa hacia el paso de los años, a través de quienes acompañaron durante las incertidumbres y encuentros inesperados. Un desvanecer, es cada uno de estos dibujos. Un olvido que se evapora cautelosamente, desdibujando el propio contorno, deshaciendo los años y sellando un pacto de superación. Su representación es la dignidad de apreciar lo sutil, delicado y vulnerable. Sus formas se convierten en una evaporación de la memoria, sus colores, en una despedida al tiempo vivido, un recuerdo que debe ser atendido para llegar a ser traspasado. Una nebulosa en la línea, una composición libre y entregada al juego, un vacío atemporal, es su espacio.

Valiéndome de las palabras de Ignacio Vidal Folch en la obra “La cabeza de plástico”, llegadas a mí, de la mano del propio Artime, he deseado que en su honor, sean la representación más directa de las mías y la testificación más completa de esta muestra:

“Cualquier psicoanalista hubiera dicho que revelaban y exorcizaban algún trauma infantil […]; pero probablemente lo que hacen es despertar al nervio dañado del sueño del tiempo, repetir esa época terrible, sin recuerdos ni leyendas personales, que hay que vivir en permanente presente, que es la infancia, de manera que ocupe un espacio vacío en la vida mental del adulto deteriorada por la neurosis: vida mental que, si no fuese por aquel trauma antiguo, más propiamente habría que llamar muerte mental.”

Bienvenidos a la historia d´un enfant terrible.

Noemi Feo

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