De peluches y otra fauna



Tommy
Joaquín Artime © 2010
Crayón sobre papel.
42,2 x 29,2 cm.
Colección particular.
La lealtad de un juguete
De pequeño creía que los juguetes tenían vida. Justo la que había inventado para ellos. Por cosas de un pensamiento egoísta e infantil no había otra opción. El único inconveniente era que no la manifestaban mientras yo estaba presente. Lo cual me hería de forma considerable, por la falta de confianza. Pero tampoco se lo tenía en cuenta.

Trataba de demostrarles que era digno de que me revelasen su secreto. En susurros, para que no nos descubriesen, les aseguraba que yo ya lo sabía, que sólo me faltaba verlo con mis propios ojos.

Al caer la noche, debía dejarlos para cenar y luego irme a la cama. En ocasiones aguantaba despierto hasta bien pasada la medianoche, con los ojos cerrados; cuando me parecía escuchar algún ruido sospechoso, rápido, me incorporaba, encendía las luces, con la intención de sorprenderlos. Otras veces, bajaba sigiloso hasta el sótano, asomaba la cabeza hacia el salón. Nunca llegué a verlos en movimiento, aún así, estaba convencido de que en cuanto me iba, la ciudad que construía, aquella en la que todos tenían su lugar, continuaba su rutina.

Cuando a la mañana siguiente llegaba al lugar, me preguntaba qué maravillosas aventuras habrían vivido en mi ausencia. ¿Gárgamel habría hecho de las suyas?, ¿o tal vez Jafar? ¿Los pitufos habrían recuperado a Pitufina? ¿Los niños habrían vuelto a salvar el pueblo? ¿Habría sucedido algún nuevo romance? Como no podía saberlo, porque no querían que lo supiese, me conformaba con seguir la historia justo donde la había interrumpido.

Pasé mi niñez construyendo la misma ciudad. Una y otra vez. Desde sus cimientos. Siempre con la misma trama. Siempre con distinto resultado. Nunca le di nombre. No fui tan ambicioso. Tampoco hacía falta. La ciudad la hacían sus habitantes, no una palabra.

Con cada ficticio amanecer llegaba un muñeco nuevo. Salían todos de sus casas a darle la bienvenida. Le buscaban un hogar, y se interesaban por quién era. Yo soñaba con muchas fuerzas que un día fuese yo el recién llegado. Sí. Que mágicamente, según bajaba las escaleras hacia el sótano, con cada peldaño que dejaba atrás, perdiese parte de mi tamaño, y fuese al fin apto para que me recibiesen todos mis amigos, aquellos que tan bien conocía, como un juguete más. Sólo que no estaríamos torpemente articulados ni tiesos como maniquís. Seríamos de carne y hueso. Y viviríamos en un mundo real, donde los ríos transportasen agua y no fuesen simples baldosas, y las casas fuesen de bloques y no sillas de madera, o cualquier cajón.

Salvo en mi cabeza, aquello nunca ocurrió. Con el tiempo me hice demasiado grande y, aunque tarde, les di la espalda. Ha llovido mucho desde entonces, pese a todo, aún soy capaz de revisitar aquellas historias. Y aunque no soy el mismo, ellos sí. Conservan el cachito de vida que hace veintitantos años les ofrecí.

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