La rata y el diluvio

Siempre había querido toparme de frente con una rata. No por nada en especial, sino porque todo el mundo se ha tropezado con una a lo largo de su vida. Sabiendo que aún me hallaba en los comienzos de la mía, sólo era cuestión de tiempo que el encuentro sucediese.

Tengo que aclarar que no siento ningún tipo de aversión ni de extraño fetichismo. Sólo quería tropezarme con un ser que está presente en nuestro día a día, pero se oculta, es escurridizo. Para mí no haber visto jamás una rata, era comparable a no haber visto jamás una cucaracha, algo inconcebible.

Una vez creí ver una. Tan pronto salió de su rendija, se volvió a meter. Tal vez no fuese una rata, sino un ratón. Quizás, no fue nada, sólo una sombra que se coló en mi inoportuno pestañeo. Por un momento me paré en seco, esperando que volviese a salir. Al no hacerlo, proseguí con mi camino, que llegaba tarde.
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En otra ocasión, nos hallábamos –la familia y yo– en la finca de unos amigos. Mientras todos veían ratones campestres de un lado a otro, yo no sorprendí a ninguno. Cada vez que apartaba la vista, pasaban. Cuando alguien me señalaba la puerta, en el breve instante en que giraba la cabeza, ya habían desaparecido. Y por ironías del destino, me mudé a una casa donde las ratas se paseaban por las tuberías del sótano, sin llegar a exponerse.

Así andaba yo, deseando coincidir con una rata.

Hace relativamente poco, cuestión de semanas, en uno de esos ataques repentinos de espionaje vocacional, me subí a un muro, para fotografiar mejor el objeto de mi interés. El tabique en cuestión tapiaba un solar abandonado, y en cuanto terminé el trabajo, me di la vuelta, sondee el terreno, expectante, pero no vi ninguna.

Fue este lunes torrencial, cuando, habiéndome dejado llevar por la ociosidad, me dieron cerca de las tres de la tarde en la oficina de mi padre, que se sitúa justo una calle por encima de mi casa. El hambre apretaba, y sí, llovía con saña desde hacía cerca de un cuarto de hora. Cómo iba a imaginar que en quince minutos todo se inundaría. El agua bajaba por el asfalto, brava, decidida. Yo caminaba por la acera, afanado en que mi paraguas no se lo llevase el viento, y en éstas, al girar la esquina, la encontré. Vencida, asfixiada. La rata, pequeña, con la cola enorme, se descubría mojada. Lánguida.
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En un principio, casi paso de largo. Por la prisa, por la necesidad de llegar cuanto antes al hogar. Cuando mi cerebro procesó la información y se dio cuenta de la coincidencia, retrocedí sobre mis pasos, me agaché a su lado, la inspeccioné. En efecto, era una rata; y para nada imponía. Ésta respiraba con dificultad, aspirando grandes bocanadas de aire. El tórax se le hinchaba y deshinchaba en una impetuosa lucha por la vida. Después de un rato ignorándome, el roedor giró la cabeza, me contempló con sus vidriosos ojos negros. En cuanto comprendió mi postura, apartó la vista, se entregó a su agonía. Su determinación me sobrecogió. Seguía lloviendo con fuerza sobre su pelaje, y ella se negaba a tirar la toalla. De pronto, me resultó bella. Noble. Me la hubiese llevado a casa, como quien recoge a un perro o a un gato sin dueño. Pero no podía, con ella a cuestas, ninguno de los dos hubiésemos podido entrar en ningún lugar.
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Cuando comprendí que no había nada que hacer, y que observarla era un espectáculo patético, una ofensa a su dignidad como ser vivo, la dejé sola, en aras de su suerte. Crucé el inesperado río que me conducía a casa. Abrí la puerta con los pies empapados. Cuando me quité los calcetines y me sequé, una inmensa melancolía me invadió. Ella era mi rata y yo la abandoné.
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Estuve toda la tarde pensando en su fragilidad, en mi indecencia. La imaginaba encima del pavimento, desesperada; acometida por un río de lodo; arrastrada a los infiernos del mal tiempo. La noche llegó, y con ella, la sombra de su muerte. Lo supe, sin más. Como lo sabía cuando la dejé. Sólo había dos opciones, salvarla o dejarla morir. Y opté por la peor de ellas.
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Dos días después, pasé por nuestra esquina –dicen que los criminales siempre vuelven a la escena del crimen– y allí estaba, todavía esperándome, sólo que esta vez, era demasiado tarde.
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Comentarios

  1. sin palabras. Qué coño, con un montón, pero ya te las comunicaré...

    guau... ufff, arggg...

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