Juno


Juno me recibió despatarrada, panza arriba, moviendo el rabo. Me senté cerca y le rasqué las orejas, la frente, el lomo, el vientre. En el hocico descubrí unas costras de tierra; sin duda, había estado trabajando con bastante empeño en su túnel, con el que quiere atravesar el mundo, llegar a la China, esconder los huesos, los tesoros, los recuerdos, una foto tuya, un pedazo de mi cara. Mientras le acariciaba las cejas con la yema de los dedos, sus ojos brillaban sobre el parqué. Me contó que era una perra real, con boca loca y patas de hierro, que por las noches salía volando, se comía alguna vaca y dormía en una cama llamada Luna.

De pronto, llena de melancolía, me preguntó cuándo volvías de tu viaje peludo. Evidentemente, yo sabía la respuesta; como sabía que ella no entendía el concepto del tiempo. Una hora no es bastante, un día demasiado, un segundo eterno, un mes cuestión de años. En un principio le contesté que pronto. Pero fue como no decir nada. Medité mejor mi respuesta: "No te preocupes, mientras ella falte, no estarás sola". No sé si la calmé, lo cierto es que se levantó ladrando, corrió por el pasillo en un vaivén vertiginoso, y acabó por tumbarse a mi lado. En cuanto la volví a tocar, me enseñó los dientes, pequeños, algo separados, en su encía bicolor. Nunca antes la había visto, con todo, reconocí su fausta sonrisa.

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