La ciudad invisible, por Elisa Falcón


"La ciudad parece estar consumiéndose poco a poco,
pero sin descanso, a pesar de que sigue aquí."

“El país de las últimas cosas”
Paul Auster.


La vida es un viaje distinto para cada uno de nosotros que, paradójica e indefectiblemente, nos conducirá a todos a un idéntico e irremediable final. Supongo que, por eso, lo lógico, lo importante, es concentrarse en el recorrido. Otra cosa distinta es que, en el transcurso del éxodo personal, se transiten múltiples caminos que, como fragmentos de un total, como piezas de un puzle o eslabones de una cadena, van componiendo el devenir de cada existencia. Pero, cada tramo del peregrinaje –también, como cada eslabón–, puede ser finito, concluso, puede completarse y tener sentido en sí mismo (su propio comienzo y final), dentro de una misma y única singladura vital. Cuando conocí a Joaquín Artime, hace ahora exactamente dos años, empezaba a forjar uno de los aros de su cadeneta, que ahora cierra.

Este viaje se inicia, curiosamente, no con una partida, sino con un regreso: el de Joaquín a la Isla después de un periodo de estudio en el exterior, del que vuelve con algunas ideas e inquietudes nuevas en el equipaje: entre ellas, la posibilidad de haber encontrado su lugar en el mundo –el del arte– y su función en el entramado –crear–.

En su periplo por nuevos territorios, entra en contacto con personas, situaciones y experiencias reales que enriquecen su temática y refuerzan su proyecto profesional. Pero tiene, además, la ocasión de ir engrosando la colección de imágenes que compone su álbum interior, de incorporar referentes imaginados, ensoñados, inventados, perseguidos, que, probablemente, no hubiesen tenido la misma naturaleza de haber permanecido él siempre aquí; son esos elementos, necesariamente propios, con los que un artista suele apuntalar su trabajo, casi tanto (a veces más) como con la propia realidad. Con esta mescolanza de lo llevado y lo traído, en el horizonte de su paisaje íntimo se va definiendo una ciudad que, pese a tener el nombre concreto de un sitio real (Úbeda), no es ningún lugar que conozcamos, ningún lugar que conozca Joaquín; ningún espacio físico, quiero decir, aunque sí un escenario posible, porque él lo ha creado. A pesar de lo preciso de las imágenes que la definen, de la sorprendente solidez de las obras paridas a la luz de ese sol imaginario, esta primera serie no emanará, todavía, la seguridad, la madurez y la consciencia de sí misma que hay en la ciudad invisible a la que hoy arribamos, de su mano.

La epopeya empieza a escribirse, pues, en una estación con nombre propio, lo que la conecta directamente con la realidad. Tomando esa realidad y su representación como referente esencial, como preocupación primera, el resultado de “Úbeda” es una pintura reconocible, precisa, consistente aunque delicada, obstinada en cuestiones como la materia, preocupada por la esencia primaria de la que están hechas las cosas verdaderas, pero marcada por la melancólica búsqueda de una respuesta, por la necesidad de una afirmación, romántica, poética, que indaga en la infancia, en el amor, en el espejo, tratando de dar con la solución a una identidad en proceso de crecimiento, de maduración.

Después de un tiempo –en el que se revisa y se reinventa lo aprendido, en el que se revisita el pasado–, el tren alcanza una parada que es un lugar en ninguna parte, que no podemos ver, ni reconocer, que no encontraremos. Ni siquiera tiene sentido buscar en los cuadros, en la pintura, un referente concreto al que aferrarnos, porque ese lugar ya es la pintura misma y las imágenes son casi la excusa necesaria para concretarla. Conceptualmente, la ciudad invisible es la afirmación de quien ha comprendido que el arte es un lenguaje que se explica a sí mismo, autosuficiente, libre. Una realidad paralela a la realidad. Como hicieran los maestros del Cubismo un siglo atrás, el artista se concentra en los elementos que constituyen el arte, en sus parámetros propios, en sus propias reglas, que no son las del mundo real aunque puedan encontrar en él la base para su sustento, la imagen de partida y, por supuesto, el destino final, pues en él habita el espectador. La idea de fondo es aparentemente compleja y, sin embargo, se resume de una manera bastante simple y esencial: partiendo de una pintura mucho más “realista” pero que representaba conceptos mucho más inconsistentes, el artista llega a una pintura mucho más fragmentada pero que plasma ideas mucho más seguras, procesos mucho más resueltos.

Hasta la orilla de la ciudad invisible (pues esta ciudad, sin duda, tiene mar), las olas han arrastrado el bagaje de las experiencias anteriores, del camino de indagación necesaria que ha traído al pintor hasta sus costas. A pesar de su juventud, la constancia en el trabajo, la perseverancia, la tenacidad, le han hecho aprender, hace tiempo, que no sirve renegar de lo pasado, desentenderse, abdicar. Que el aprendizaje es un proceso continuo, que el crecimiento nunca se detiene, que el reciclaje y la reinvención son armas a favor del creador. Todo trabaja para hacer funcionar la misma maquinaria: cada etapa, cada cuadro, cada pincelada, es un diente de cada rueda que gira en el engranaje y, por eso, “Úbeda” está, todavía, en los cimientos de esta nueva ciudad. Está en la espera paciente de quien se asoma a la ventana y aguarda, en la paz absorta de quien se concentra y crea, en su silencioso homenaje a los ausentes. Pero, ni siquiera en las obras más próximas a la estética de aquella primera colección, los personajes parecen estar ya en ese estado de permanente y serena expectación, suspendidos, ensimismados. Los niños que pueblan esta nueva ciudad no son recuerdos de la infancia, del pasado, sino habitantes del mañana. Hay una clara determinación de movimiento, una certidumbre de realización, una firme autoconsciencia, en su mirada analítica, en su juguetona manipulación del otro, en su firme proyección de futuro. Estos niños no miran más hacia adentro, sino hacia adelante.

Los abismos a los que se asoman estos personajes no son interiores, sino que se plantean como retos a superar, como obstáculos que vencer o tentaciones a las que sucumbir voluntaria y decididamente para continuar evolucionando. No parecen tener miedo de caer, sino ganas de saltar, de aventurarse; parecen preguntarse qué pasaría si se arrojasen a la sima que media entre ellos y ése telón abstracto, geométrico, que enmarca su pregunta. En esta nueva ciudad queda poco lugar para las esperas. Sus habitantes no están extáticos porque anhelen algo que tenga que venir de fuera, sino que se hallan en la antesala de una resolución, de una acción, que procede de ellos mismos.

Siempre hubo en el trabajo de este artista un evidente interés por el tema de la descomposición, por la fragmentación. Pero, si en el pasado esa preocupación atañía, fundamentalmente, a la realidad y su proceso de construcción, a la imagen como materia, ahora la conquista se ha extendido a la propia pintura, a la pincelada: la apariencia borrosa, desenfocada, posible en una ejecución casi fotográfica, es hoy por hoy puro puntillismo, segmentación puramente pictórica, imposible en un plano estrictamente real pero no en el contexto independiente de la pintura. Y es una conquista factible porque procede de la inicial, genérica, primaria idea: de la idea que se tiene de la imagen de la realidad. Lo que de nuevo se nos antojaría un trabalenguas sin sentido (palabras rebuscadas, pensamientos complejos, para justificar que esto sea un ensayo sobre el arte) es, en verdad, la explicación de la naturaleza misma de la abstracción, ese lenguaje que tan a menudo se nos atraganta y que consiste, simplemente, en sintetizar, en extraer, en reducir la realidad a su esencia (forma, color, luz, movimiento), para, luego, con el jugo obtenido, recomponerla. Pero hablamos de un proceso que es, lógicamente, mental, de un trabajo que va de la materia al intelecto y, de allí, otra vez a la materia; y esa materia es, en este último paso, no el objeto del que se partió –el modelo–, sino materia pictórica: pigmentos y aglutinante. Nueva materia, por tanto. Nuevo objeto. Una nueva realidad, la artística.

La marea procedente del ficticio “mar de olivos sedientos” en el que reposaba “Úbeda” trae, también, hasta este puerto, dos ingredientes que son una constante en la obra de Artime, así como en los pequeños relatos que acompañan siempre su producción pictórica: el voyeurismo y el misterio. Pero, como todo en esta ciudad invisible, hasta lo críptico se torna endiabladamente más encriptado y la realidad –necesariamente distorsionada por la mirada subjetiva del pintor– se percibe aun más difícilmente a través de rendijas, de huecos en la pared, de mirillas, de ojos que se ocultan detrás de espejos y de espejos hechos de trozos; de perspectivas imposibles que no nos dejarán saber nunca, del todo, qué lugar ocupamos, como espectadores, en este universo desestructurado pero perfectamente ordenado, construido, coherente y tenaz. A su manera, cubista; personalmente abstracto.

“La ciudad invisible” es el más real y consistente de todos los mundos inventados. Ha salido de su caverna interior a la reveladora y cálida luz solar del feliz mundo de las ideas. Es una meta alcanzada que ya empieza a consumirse para dejar paso al porvenir. Y, como la resolución definitiva de un complejo problema matemático, como un axioma, permanecerá siempre inalterable; pero eternamente inexplicable, perpetuamente inasible.
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Elisa Falcón

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