7 Pecados, por Elisa Falcón

En el Museo del Prado, un joven pintor contempla embelesado una antigua tabla pintada. Sobre la superficie rectangular, se dibuja un gran círculo central, dividido en siete partes; cada una de ellas, ilustra uno de los pecados capitales. Es como el gran ojo de un ser sobrenatural, en cuyo iris se reflejan los males que aquejan a la humanidad. En el centro, la pupila, un Cristo resucitado se acompaña de una leyenda que advierte: “cuidado, cuidado, Dios ve”. Alrededor, cuatro medallones muestran las terribles consecuencias de sucumbir a la tentación que condenó al primer hombre. Y la gloria que nos espera si logramos ser fuertes ante ella.
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El tema es propicio para un despliegue de incontables posibilidades narrativas. Filtrado por la potentísima imaginación de un artista como El Bosco, el resultado esperable sería una de sus complejas fantasías, preñadas de monstruos y seres increíbles, con un reguero interminable de detalles microscópicos e infinitas interpretaciones posibles. Y sin embargo, el realismo de las escenas, la contemporaneidad de los personajes, de los escenarios (sus vecinos, su ciudad), incluso la dureza de la ejecución, no dejan lugar a dudas. No se trata de ninguna fantasía: esa es la verdadera naturaleza del Hombre. No hay fe en su capacidad para resistirse a las debilidades, ni una pizca de esperanza. Sólo la presencia intimidatoria del ojo espía, la amenaza del fuego eterno, podrán convertirlo en artífice de su propia redención.

El joven pintor se pregunta qué ha cambiado desde entonces hasta ahora. Las personas no nos hemos vuelto mejores, ni más sabias. No hemos aprendido de nuestros errores, eso ni se cuestiona. Y el pecado campa a sus anchas, libre y descarado, evidente, innegable, real. Quizás el único cambio verdaderamente importante sea que Dios ha muerto. Su fantasma planea todavía sobre nuestras cabezas. El peso de su legado retumba en nuestras conciencias, acomplejadas por años de educación religiosa, por siglos de poder y predicación. Pero el ojo que todo lo ve, que todo lo juzga, ha perdido, para muchos, su eficacia.

El joven pintor reflexiona sobre la pérdida de esa identidad común que, durante tanto tiempo, a lo largo de la historia de esta civilización, nos mantuvo unidos en el mismo miedo, el de la condenación eterna, y en idéntica necesidad, la de obtener el perdón. El hombre moderno no sabe quién es, ni sabe quiénes son los demás. Nadie se lo ha enseñado, y nadie le ha mostrado tampoco cómo debe conducirse, cuál es el fin último de su existencia, para qué tenemos que vivir. Antes resultaba más fácil: vivir servía para salvarse.

El nihilismo se ha apoderado del pensamiento, del sentimiento, y nada, ni siquiera la trasgresión y la emoción de lo prohibido, sacia al eterno insatisfecho. Los pecados modernos han perdido su lastre moral, su letra escarlata. Se exhiben en la tele, se venden por doquier. Son enfermedades sociales, adicciones que se curan acudiendo al psicoanalista o a una clínica de desintoxicación. O que no se curan nunca, y nos conducen a la autodestrucción y la muerte. Pero ese fin será, en cualquier caso, el mismo para todos. No habrá infierno, ni tampoco paraísos. Y el hombre actual, lo sabe.

La encarnación de los pecados para un joven pintor del siglo XXI, toma la forma de una muchacha igualmente joven, su contemporánea. Es hermosa, fresca, provocadora. Está llena de vida y nada le preocupa tanto como su propia subsistencia. Vive en un lugar impreciso, que tan sólo es el color de la intención con la que peca, con descaro y teatralidad. Pero su gesto es tan universal, tan estereotipo de lo humano, que es innecesario contextualizarlo. Es perfectamente reconocible.

Con la ropa de moda y el maquillaje siempre retocado, actúa con impudicia, sin temor. No sabe lo que es condenarse, posiblemente ni siquiera entienda lo que es pecar. Hay muy pocas cosas no permitidas en la orgía de consumo y excesos que es el mundo en el que ha nacido. Sus miedos son otros, y no tienen que ver con los recelos atávicos que acosaban a sus antepasados. Pero, igualmente humana, si hay algo de ancestral en ella, reside, precisamente, en la necesidad de infringir las mismas normas, de caer en las mismas tentaciones. La pena es que ya nada de eso le producirá placer.

El arte, que se alimenta de la vida, que se ha nutrido durante siglos del temor del ser humano a descender a los infiernos, muestra ahora los males mundanos con los colores brillantes, hermosos, palpitantes, de un radiante día primaveral. Es posible deleitarse con la armonía de las imágenes, con la perfecta ejecución, con la luz intensa, vibrante, que irradian algunas escenas. La ira es de un atrayente color rojo; la soberbia viene enmarcada por un delicado espejito de plata, cuyo brillo nos encandila, nos distrae; y envidiamos sin remordimiento esa deliciosa pereza de domingo por la mañana. La avaricia juega con alegres billetes que preferimos pensar que son de Monopoly para no sucumbir al pecado, mientras reza su particular rosario, hecho de perlas cultivadas. Todo está envuelto por una atmósfera ficticia, que tiene el perfume tentador y artificial de las golosinas. El pecado es estéticamente bello, simpático, juguetón. Y la satisfacción no reside en cometerlo, tanto como en contemplarlo.

El joven pintor ha conseguido darle la vuelta a la tabla, crear su mundo de cartón piedra. No hay dureza, no hay lección. El mensaje se diluye en la fascinación de los lazos y el papel de regalo, en el colorido de la fiesta y la inconsciencia de la juventud. Pecar ya no es más que un entretenimiento para pasar las noches de sábado, para llenar vacíos imposibles, tratando de encontrar un sentido a la existencia. Confesarnos pecadores no nos produce sonrojo, tan sólo pasajera diversión. La falta condenatoria es ahora una tontería, una nimiedad. No significa nada. Ni siquiera es capital. Es humano. Y sale gratis.
Elisa Falcón

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