anecdotario, por Elisa Falcón

En estos tiempos tan feos, la única protesta es la belleza.
Phil Ochs

Empiezo por buscar el significado de la palabra. “Anecdotario: masculino. Colección de anécdotas”. Me desarma el laconismo del diccionario, su falta total de emoción. Decido probar con la raíz, a ver qué pasa. “Anécdota: femenino. Relato breve de un hecho curioso que se hace como ilustración, ejemplo o entretenimiento”. Esto me gusta más.

Es fácil tener dudas. La palabra “anécdota” es traicionera, paradójica, confusa. Una anécdota es también un “suceso circunstancial, irrelevante”. El anecdotario podría ser entonces un conjunto de descartes, de cosas sin importancia, de resultados adversos.

Pero me niego a creerlo. Conozco el respeto de este artista por su trabajo. Sé de la dedicación con que cuida cada parte del proceso. Vuelvo pues a mi idea inicial, decidida a entender lo que encierra este título, por qué lo ha elegido. No me abandona, sin embargo, la sensación de que algo contradictorio, chocante, extraño, sucede con la palabra escogida. Y reflexiono.

“Anecdotario” me sugiere la vida larga de un artista ya consagrado. La retrospectiva. La muestra antológica. Una elección de momentos más o menos significativos, más o menos brillantes, de una trayectoria dilatada, que sirve como ejemplo del crecimiento, la evolución, las dudas, el clímax.

Pero Joaquín Artime tiene sólo veinticuatro años y un recorrido todavía breve, aunque prometedor, en el mundo de la pintura. Hace ya tiempo que pinta, pero, como él mismo dice, en realidad hace poco que supo que quería ser pintor. ¿De qué puede componerse, pues, el anecdotario de un hombre tan joven, de un artista que aún está explorando su lenguaje?

En su corta carrera artística ha demostrado ya la solvencia de su técnica. Ha dejado clara su capacidad para impactar con la contundencia de su pintura, que es, cuando quiere, asombrosamente veraz. Los personajes que habitan su obra más reciente son de un realismo que pasma, que inquieta. Inquieta que lo que parece hecho de piel, de cabello, de roca, de tela, esté construido sólo con pintura. E inquieta que, pareciendo tan materialmente reales, estén sin embargo tan lejanos, suspendidos, ausentes y llenos de irrealidad.

Esa pintura resulta, a los ojos de los que no buscan más sentido a las cosas, de una eficacia tranquilizadora. Sería sencillo para él dejarse llevar por la marea de elogios que despierta, acomodarse en esos algodones y permanecer inmutable en el camino de las puras formas. Porque la juventud parece más compatible con la ambición, con la rapidez, con la búsqueda de resultados, que con la reflexión, la pregunta y la necesidad de respuestas.

Pero estos seres que hoy nos acompañan son físicamente extraños, llevan el halo de rareza de lo improbable. Pueblan lugares inconcretos, ficticios, conscientemente alterados. Y, contra todo pronóstico, al contrario de cómo debería ser, están mucho más conectados con nosotros y entre ellos. Son interlocutores alegres, que se miran, nos miran, se tocan, nos contagian la risa o nos interrogan, se quieren besar. Al menos casi todos.

Existe un lienzo que marca una clara transición; transición técnica (el paso de una destreza ya conocida a otra por dominar), que se torna en transición semántica. La protagonista de este cuadro ha dejado de estar presente, se ha marchado a ese otro lugar que será, pasados los años, el futuro en la pintura de Joaquín.

Me cuenta que con esta obra no consiguió lo que buscaba. No es lo que pensaba pintar, como pensaba pintarlo. A mí me emociona la belleza de esa pintura, la sutileza de sus trazos, la melancolía del color. Y aun así, le animo a que la retoque, a que la cambie, ahora que ya sabe cómo lograr aquello que quería. Pero él se niega. El resultado es el que es, el que tuvo que ser. Es su particular fracaso, y no reniega de él. Lo acepta. Porque errar forma parte del proceso de aprendizaje.

Se me antoja una lección de madurez que él, que lo tiene todo tan reciente, decida no obstante mirar atrás. Vuelve y revisa. Nada se olvida. Todo lo aprendido, sirve. Recompongo el puzzle y entiendo que, para ver lo que pasa por dentro y atreverse a mostrarlo, a exponerlo, a exponerse, ha tenido primero que viajar en el tiempo, adelantarse, y mirar su mundo desde fuera, mostrarlo desde fuera.

Estas pinturas, donde lo mismo indaga en las cualidades estéticas del color que en sus posibilidades simbólicas, en la versatilidad del collage, en la dureza de la espátula, son investigación y experimento. Pero están también cargadas de mensajes crípticos, íntimos, de profundos guiños al humor, al amor, a la complicidad con los amigos, a los momentos duros de la vida en soledad, a los momentos preciosos de la existencia compartida.

En medio de un enigmático mar donde flotan pedazos de un extraño iceberg cromático, se abre paso de pronto la dulzura de un inequívoco rostro conocido. El equilibrio perfecto para una escena amorosa reside en una franja limpia, irreal, pura, de puro color. La seriedad histórica del bodegón es traicionada por el deseo de trascender lo correcto, y el mero ejercicio queda así superado por la necesidad imperiosa de afirmar la identidad.

La geometría, vibrante, coloreada, acompaña a lo vivo, a lo que late, formando parejas insólitamente perfectas. La risa queda bien con el cubo. La ternura cuadra con el triángulo. Y el color lo inunda todo. Imposible pero ordenado. Inexacto pero perfecto. Simbólico. Propio.

El mundo interior sólo nos pertenece a cada uno, no responde a las leyes convencionales, no se puede medir con un canon. Por eso puede tener las sombras verdes, ser políticamente incorrecto, adquirir la apariencia de un sueño, de una borrachera. Conseguir plasmarlo es el resultado de un concienzudo y entretenido juego de ensayo y error. Y de un enorme nivel de autoconciencia.

Es desde ahí, desde donde cabe impulsar nuestra particular rebelión para poder cambiar lo que no funciona. Ese, creo, es el mensaje último del trabajo de este artista. Pero se trata de hacer una revolución silenciosa, metafórica. Una protesta sonriente, bella, que consiga sacarle los colores a este feo mundo, todos los colores. La consecuencia lógica de tanta convicción, de tanta fe en el poder transformador del arte, de tanta necesidad de creer, es el acierto. Incluso cuando se falla.

Este anecdotario es una suma de momentos intensos, divertidos, difíciles, necesarios. Absolutamente relevantes. Y es además la exploración del proceso de aprendizaje primero, inicial. Quizás sea demasiado pronto para revisar el pasado en busca del homenaje. Pero el anecdotario lo retoma no por un deseo de autocomplacencia, ni porque el artista se haya quedado, tan pronto, sin nada nuevo que contar. Lo recupera porque hubo cosas que quedaron incompletas y era importante terminarlas, escribiendo, por ejemplo, la pequeña historia paralela que contiene (no que cuenta) cada cuadro; porque hubo otras que salieron mal y era necesario aprender de ellas; y, sobre todo, porque en el comienzo está el germen, la frescura, la esencia que nunca debe perderse.

Pienso entonces que no tiene por qué haber contradicción. “Anecdotario” es una buena palabra para contener la madurez y experiencia. Pero es también una ofrenda al descubrimiento. Y nos anticipa la sorpresa de lo que aún está por venir.

Elisa Falcón

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