La Identidad Invisible, por Elisa Falcón

Este mes, la revista Hoy&Today publica una crítica de Elisa Falcón sobre La Identidad Invisible (pág 26-27)

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Reflexionar sobre la identidad no es tarea fácil ni, a menudo, agradable. Cuando el análisis se hace acerca de una idiosincrasia colectiva (la de género, por ejemplo) podría parecer que la dificultad se atenuase. Por lo general, siempre hay una frase hecha, un lugar común o un tópico al que acudir para etiquetar al grupo. Pero, aunque fácil, ese sería un discurso vago, precocinado. Una falsa cavilación sobre una personalidad no menos impostada.

La identidad invisible, propuesta ganadora de la convocatoria de Proyectos Expositivos 2009 de la Fundación Canaria Mapfre Guanarteme, nos enfrenta a la espinosa labor de reconocer qué hay de esencial en la mujer en el siglo XXI, aparentemente liberada de la ancestral tiranía de lo masculino, pero sometida, en realidad, a los dictámenes de la moda, a la imagen estereotípica de la publicidad y los medios de masas, y esclava de nuevas dictaduras.

Este grupo de creadores (integrado por cuatro jóvenes artistas salidos de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de La Laguna) ofrece sus puntos de vista sin eludir la perspectiva más incómoda, y aborda la cuestión de una forma que es, a veces, cruda o distante y que, otras veces, está cargada de emotividad o misterio.

Joaquín Artime recupera al flâneur impresionista que espía, por el hueco de la cerradura, a la mujer en el ámbito de lo cotidiano. Con inquietantes encuadres que rememoran el descubrimiento de las posibilidades del lenguaje fotográfico, muestra protagonistas que, lo mismo que las de Degas, son sorprendidas por el ojo del mirón en escenas de baño, dormitorio o cocina. La notable diferencia es que estas no son mujeres inconscientes, que ignoran que son observadas; o que, sabiéndolo, se resignan sumisamente a ser objeto de la contemplación impúdica del varón. Muy al contrario, conocedoras de que siempre puede haber alguien mirando, no sólo no les importa, sino que -pese a su apariencia impertérrita e indiferente- disfrutan perversamente de ser dueñas de un mundo interior en el que ni el más avezado voyeur podría penetrar jamás.

Manuel Utrera es el detective apostado en la esquina, el vecino curioso que mira a través de las ventanas cuando saca la basura, imaginando lo que pasa en el interior. Pero, he aquí que, por arte del arte, las sólidas paredes, las turbias cortinas, se vuelven de translúcido papel, y la intimidad (al menos en apariencia) es violada con la inocencia de un juego de niños. Tristemente, la incógnita nunca quedará resuelta. Las habitantes de ese mundo impersonal aunque colorista, oscuro aunque artificialmente iluminado, se aparecen apenas como sombras chinescas, desprovistas de rasgos y, por tanto, de identidad. Sólo sus siluetas inequívocas y la inequívoca función que desempeñan permiten atisbar quiénes son o, más bien, lo que son: autómatas sin esencia, engullidas por la reiteración de los ritos domésticos y por el peso abrumador de la colectividad.

Los sencillos rituales cotidianos le sirven también a Esther Dellaventura para identificar la identidad femenina, pero no como sinónimos de alienación, sino como una sublimación de las pequeñas intimidades que nos hacen diferentes de los demás. La esencia de la mujer es retratada a través de sus posesiones más comunes y queridas (el viejo utilitario, el modesto mobiliario del comedor familiar); es captada en corrientes y tiernas escenas de domingo, en compañía de los seres queridos. Sin complejos ni prejuicios, emplea labores, como el bordado o el patchwork, que el feminismo más recalcitrante asociaría al papel sumiso de la mujer, ya que eran transmitidas (como en este caso) siempre y sólo de madres a hijas. Pero esta mujer contemporánea, liberada de falsas poses de modernidad, reinventa su herencia para hablar de sí misma. Sus imágenes, dotadas de un cierto carácter de ensoñación, originales e imprecisas, poseen la extraña apariencia de lo realista mágico.

Mucho menos amable, mucho más descarnada y directa, es la visión de Adriana Suárez, que afronta sin medias tintas la delicada cuestión de la mujer como objeto de deseo y satisfacción sexual. Sus protagonistas son iconos de la pornografía, mujeres siempre dispuestas, complacientes, sin voluntad y sin límites; la perfecta encarnación estereotipada de las fantasías de otro estereotipo, el del macho dominante. Ignorantes de dónde reside su verdadero atractivo, asumen que son sólo aquello que les han hecho creer que las convierte en deseables, y se perpetúan en esa actitud sin cuestionarse si eso las hace felices. Mujeres sin espacio, excesivas, insaciables, ausentes, son la querida puta (como reza el título de una de las obras) que todo marido desearía tener de puertas hacia adentro. Dispuestas a dejarse sodomizar, literal y simbólicamente, nunca oponen resistencia, ni se cuestionan lo que quieren.

Valiente y honesta, La identidad invisible ha sabido aunar, sin chirridos y con una gran coherencia visual, proposiciones y lenguajes diversos, y nos hace mirar hacia aquello que la saturación y el poder de las imágenes en el mundo moderno nos impiden contemplar reflexivamente: la naturaleza disfrazada de la mujer, la esencia silenciada del individuo.
Elisa Falcón

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